Hay personas a quienes el simple hecho de saludar de mano les resulta perturbante.
El periodista y escritor boyacense Juan Manuel Ruiz, quien padece esta fobia, cuenta cómo la adquirió.
Santa Marta, presencié un acontecimiento memorable para mí: el entonces presidente Álvaro Uribe saludó de mano a unas 200 personas, mal contadas. Asistí a la escena con horror, y agradecí estar en la parte de atrás del centro de convenciones, para no darle la mano al hombre más poderoso de Colombia.
El año pasado, cuando estalló la pandemia de la gripa AH1N1 me sentí, de alguna manera, reivindicado: la primera instrucción de la Organización Mundial de la Salud era lavarse las manos cuantas veces fuera necesario para no contribuir a la expansión del virus.
Siempre me pareció que esa práctica que, se cree, comenzó hace miles de años en Babilonia, cuando las gentes estrechaban las manos de la estatua del dios Marduk, está mandada recoger.
No puedo saludar a nadie de mano. Tengo una enorme prevención frente a esa práctica, surgida de un ejercicio de observación que hice quince años atrás, en la fiesta de fin de año de la empresa donde trabajaba. Fui al baño y, al cabo de la diligencia, me lavé las manos con más lentitud y detenimiento que de costumbre. Lo hice a propósito, para observar, entre tanto, a los otros celebrantes que ingresaban al baño: ninguno de ellos se lavó las manos al salir. Pero más impresión sentí cuando el médico de la empresa, léase bien, el propio médico de la empresa, tampoco.
¿Cómo podía yo darles la mano, en consecuencia, a esas personas que no tenían en su rutina ese mínimo acto de decoro, de salud y quizás de precaución?
Desde entonces, tengo por conducta no saludar a nadie de mano, y sufro cuando alguien, coloquialmente, tras celebrar un chiste, me dice: ¡choque esos cinco! En ese caso, hago el amague y prefiero no chocar los cinco, sino que permito que los cinco sigan derecho en el aire, así mi interlocutor quede perplejo. Pero casi siempre invento disculpas para evitar ese saludo. La primera, me parece decente y creíble, cargada de moraleja: qué pena no saludarte, no me he lavado las manos hoy. O esta otra: vine en TransMilenio y no he ido al baño a lavarme las manos. O una más histórica y profunda: te saludo como los griegos, estrechando tu muñeca. O como los pieles rojas: con la mano en alto. Creo que ese debería ser el saludo ideal, levantando la mano, como cuando decimos: ¡presente!
El asunto sería meramente anecdótico si no fuera porque a veces me trae malos momentos. No falta el que me cree antipático porque cuando me saluda no le doy la cara, porque después de la cara, viene la mano. O el que me odia porque cuando me adelanta la mano yo, por puro reflejo, quito la mía e invento algo inverosímil.
He tratado de luchar contra el asunto y no ha sido fácil. Sobre todo cuando no faltan burlas entre quienes se dan cuenta del asunto, que yo procuro ocultar, aplicando tácticas teatrales. El único consuelo es la conciencia de que no soy el único con esa fobia.
No hay seres perfectos
Acudo al médico y encuentro que el doctor Francisco Leal Quevedo me dice que hago parte del 5 por ciento de la población que sufre alguna de las 250 fobias más comunes, a las que califica de temores morbosos sin fundamentos objetivos, aunque me aclara que su aparición es solo la punta del iceberg que indica que hay un trastorno psicoafectivo importante.
El año pasado, cuando estalló la pandemia de la gripa AH1N1 me sentí, de alguna manera, reivindicado: la primera instrucción de la Organización Mundial de la Salud era lavarse las manos cuantas veces fuera necesario para no contribuir a la expansión del virus.
Siempre me pareció que esa práctica que, se cree, comenzó hace miles de años en Babilonia, cuando las gentes estrechaban las manos de la estatua del dios Marduk, está mandada recoger.
No puedo saludar a nadie de mano. Tengo una enorme prevención frente a esa práctica, surgida de un ejercicio de observación que hice quince años atrás, en la fiesta de fin de año de la empresa donde trabajaba. Fui al baño y, al cabo de la diligencia, me lavé las manos con más lentitud y detenimiento que de costumbre. Lo hice a propósito, para observar, entre tanto, a los otros celebrantes que ingresaban al baño: ninguno de ellos se lavó las manos al salir. Pero más impresión sentí cuando el médico de la empresa, léase bien, el propio médico de la empresa, tampoco.
¿Cómo podía yo darles la mano, en consecuencia, a esas personas que no tenían en su rutina ese mínimo acto de decoro, de salud y quizás de precaución?
Desde entonces, tengo por conducta no saludar a nadie de mano, y sufro cuando alguien, coloquialmente, tras celebrar un chiste, me dice: ¡choque esos cinco! En ese caso, hago el amague y prefiero no chocar los cinco, sino que permito que los cinco sigan derecho en el aire, así mi interlocutor quede perplejo. Pero casi siempre invento disculpas para evitar ese saludo. La primera, me parece decente y creíble, cargada de moraleja: qué pena no saludarte, no me he lavado las manos hoy. O esta otra: vine en TransMilenio y no he ido al baño a lavarme las manos. O una más histórica y profunda: te saludo como los griegos, estrechando tu muñeca. O como los pieles rojas: con la mano en alto. Creo que ese debería ser el saludo ideal, levantando la mano, como cuando decimos: ¡presente!
El asunto sería meramente anecdótico si no fuera porque a veces me trae malos momentos. No falta el que me cree antipático porque cuando me saluda no le doy la cara, porque después de la cara, viene la mano. O el que me odia porque cuando me adelanta la mano yo, por puro reflejo, quito la mía e invento algo inverosímil.
He tratado de luchar contra el asunto y no ha sido fácil. Sobre todo cuando no faltan burlas entre quienes se dan cuenta del asunto, que yo procuro ocultar, aplicando tácticas teatrales. El único consuelo es la conciencia de que no soy el único con esa fobia.
No hay seres perfectos
Acudo al médico y encuentro que el doctor Francisco Leal Quevedo me dice que hago parte del 5 por ciento de la población que sufre alguna de las 250 fobias más comunes, a las que califica de temores morbosos sin fundamentos objetivos, aunque me aclara que su aparición es solo la punta del iceberg que indica que hay un trastorno psicoafectivo importante.
Mientras ratifica sus apreciaciones, le cuento que en el 2004 llamó poderosamente la atención que la escritora Elfriede Jelinek no fuera a Estocolmo a reclamar su premio Nobel de Literatura porque, como se supo después, padece de fobia social, lo que le impidió ir a encontrarse con gente que no le iba a quitar los ojos de encima ni desde el auditorio ni en el escenario.
En cambio, prefirió quedarse cómodamente en la sala de su casa en Austria, enterándose de los acontecimientos a través de las llamadas que sus escasos amigos le hacían por teléfono.
El escritor colombiano Ricardo Silva Romero no acude a citas en las alturas, puentes, tarabitas, nada que tenga barandas, y entra en pánico si lo invitan a una montaña rusa, pues es acrofóbico.
Adriana Vargas, la bella e inteligente Vocera del presidente Juan Manuel Santos, es equilibrada y mesurada, hasta cuando ve una cucaracha: ahí, entra en pánico y otra persona surge desde la profundidad de su alma, pues no puede controlar esta clase de entomofobia.
Como la de ella, hay fobias memorables que acompañan tanto a gentes del común como a celebridades. Es conocido, por ejemplo, que el actor Johnny Depp tiene fobia a los payasos o coulrofobia; que a Madonna le aterran los truenos por su acentuada bronofobia; que Woody Allen detesta quedarse encerrado en un ascensor, y que a otros seres comunes y corrientes los atormenta la fobia a los muebles viejos o la fobia al desorden: la rimbombante ataxofobia.
"Las fobias pueden tener motivaciones profundas que el individuo arrastra desde su infancia y pueden deberse a experiencias traumáticas", dice el doctor Leal, quien además de médico es filósofo.
Patológicas, pero se curan
Decidido a enfrentar la situación, el médico recomienda varios tipos de tratamiento a través de técnicas de exposición gradual, técnicas conductistas, psicofármacos, terapias de apoyo y terapias psicoanalíticas.
Escojo a la psicoanalista Martha Maldonado, quien afirma que las fobias son patologías cuando la gente empieza a sufrir por ellas, es decir, si siente que interfieren su vida cotidiana, aunque lo que las produce sean costumbres de nuestra cultura.
El escritor colombiano Ricardo Silva Romero no acude a citas en las alturas, puentes, tarabitas, nada que tenga barandas, y entra en pánico si lo invitan a una montaña rusa, pues es acrofóbico.
Adriana Vargas, la bella e inteligente Vocera del presidente Juan Manuel Santos, es equilibrada y mesurada, hasta cuando ve una cucaracha: ahí, entra en pánico y otra persona surge desde la profundidad de su alma, pues no puede controlar esta clase de entomofobia.
Como la de ella, hay fobias memorables que acompañan tanto a gentes del común como a celebridades. Es conocido, por ejemplo, que el actor Johnny Depp tiene fobia a los payasos o coulrofobia; que a Madonna le aterran los truenos por su acentuada bronofobia; que Woody Allen detesta quedarse encerrado en un ascensor, y que a otros seres comunes y corrientes los atormenta la fobia a los muebles viejos o la fobia al desorden: la rimbombante ataxofobia.
"Las fobias pueden tener motivaciones profundas que el individuo arrastra desde su infancia y pueden deberse a experiencias traumáticas", dice el doctor Leal, quien además de médico es filósofo.
Patológicas, pero se curan
Decidido a enfrentar la situación, el médico recomienda varios tipos de tratamiento a través de técnicas de exposición gradual, técnicas conductistas, psicofármacos, terapias de apoyo y terapias psicoanalíticas.
Escojo a la psicoanalista Martha Maldonado, quien afirma que las fobias son patologías cuando la gente empieza a sufrir por ellas, es decir, si siente que interfieren su vida cotidiana, aunque lo que las produce sean costumbres de nuestra cultura.
Dar la mano, abrazar a la gente (como hizo el presidente Sebastián Piñera con los 33 mineros chilenos), dejar la ropa por ahí son hechos de la vida diaria con los que tenemos que convivir.
"Enfrentamos las fobias desde el psicoanálisis, no con su estudio propiamente dicho, sino con la causa, que puede estar asociada con los orígenes, con el desarrollo sexual del niño", dice la doctora Maldonado, quien ha acomodado en su diván a decenas de pacientes con problemas de esa naturaleza.
El caso que más le ha llamado la atención es el de una joven mujer, Liliana, que padecía de fobia a las relaciones sexuales. Al parecer, afirma la psicoanalista, un episodio de la niñez marcó la vida de esa joven para siempre.
"Enfrentamos las fobias desde el psicoanálisis, no con su estudio propiamente dicho, sino con la causa, que puede estar asociada con los orígenes, con el desarrollo sexual del niño", dice la doctora Maldonado, quien ha acomodado en su diván a decenas de pacientes con problemas de esa naturaleza.
El caso que más le ha llamado la atención es el de una joven mujer, Liliana, que padecía de fobia a las relaciones sexuales. Al parecer, afirma la psicoanalista, un episodio de la niñez marcó la vida de esa joven para siempre.
Según lo que averiguó en sus charlas, cuando la joven tenía 5 años fue sorprendida por su madre con un osito entre las piernas.
La madre, severa y castradora, creyó que era un episodio de autosatisfacción y la emprendió contra ella a gritos. Incluso la golpeó. "Esa reacción afectó a Liliana y aún con 27 años no podía tener sexo. Apenas descubrimos la causa e iniciamos el tratamiento, todo comenzó, lentamente, a volver a la normalidad", dice.
Explica que no es necesario el paso del tiempo para desarrollar fobias. En una ocasión, fue testigo de cómo un niño, que iba a su consultorio por otra razón, entró en pánico cuando vio un muñeco.
"Comenzó a gritar y a pedir que quitaran de su vista ese muñeco que yo tenía de adorno en mi oficina. Descubrimos que tenía una fobia y empezamos a tratarla", precisa.
Hablar con la psicoanalista me ha abierto un nuevo flanco y pienso que lo mejor es ponerme en sus manos. La recomendación del doctor Leal es contundente: no tome las fobias a la ligera, son el aviso de que en la estructura psicoafectiva del individuo corren trastornos complejos.
Yo, mientras tanto, me alejo con mi frasquito de jabón seco en el bolsillo, al cual acudo cuando es inevitable darle la mano a alguien. Espero curarme, claro está.
Explica que no es necesario el paso del tiempo para desarrollar fobias. En una ocasión, fue testigo de cómo un niño, que iba a su consultorio por otra razón, entró en pánico cuando vio un muñeco.
"Comenzó a gritar y a pedir que quitaran de su vista ese muñeco que yo tenía de adorno en mi oficina. Descubrimos que tenía una fobia y empezamos a tratarla", precisa.
Hablar con la psicoanalista me ha abierto un nuevo flanco y pienso que lo mejor es ponerme en sus manos. La recomendación del doctor Leal es contundente: no tome las fobias a la ligera, son el aviso de que en la estructura psicoafectiva del individuo corren trastornos complejos.
Yo, mientras tanto, me alejo con mi frasquito de jabón seco en el bolsillo, al cual acudo cuando es inevitable darle la mano a alguien. Espero curarme, claro está.
Juan Manuel Ruiz, en ocho líneas
Hombre de radio, Juan Manuel Ruiz (Tunja) se dedicó a la literatura y en el 2006 publicó su novela 'El sepulturero' (Ediciones Aurora). En la pasada Feria del Libro presentó 'Ciudad adrenalina' (Ed. Aurora).
No hay comentarios:
Publicar un comentario